Desde pequeña, por lecciones que aprendí de mis padres, me propuse defender a los animales y evitar que fueran maltratados. He procurado que mis hijos hagan lo mismo, dándoles el ejemplo.
Un día que los llevaba a la escuela como de costumbre, vi un perro con las orejas gachas paralizado del miedo en medio de una transitada calle. Era una vieja perra greñuda cuyo comportamiento demostraba que era la mascota de alguien y no un animal callejero.
Detuve el auto y lo estacioné en diagonal en el mismo medio de la carretera para bloquear el tráfico en ambas direcciones.
“¡Mami! ¿Qué estás haciendo? Vamos a llegar tarde a la escuela”, me gritó alarmada mi hija Lara desde el asiento trasero.
“Mi amor, hay cosas más importantes que llegar con veinte minutos de retraso a la escuela. Estamos salvando una vida,” le dije.
Me agaché en medio de la vía, extendí mi mano y llamé a la perra. Me olfateó un par de veces y empezó a mover la cola. Revisé su collar y me sentí aliviada al encontrar una chapita con la información del dueño. La recogí y la puse en el asiento trasero del auto, donde mis hijos, riéndose, empezaron a acariciarla, mientras yo me estacionaba a la orilla de la carretera y llamaba al dueño.
Resulta que el señor vivía a sólo una cuadra de distancia. Aun así, se tardó media hora en llegar a recoger su perra. Encogió los hombros, diciéndome que ni se había dado cuenta de que el viejo animal se había escapado. Me mordí la lengua mientras la metía en su vehículo. Estaba convencida de que la pobre perrita iba a escaparse de nuevo y que terminaría en medio del tráfico una vez más.
Mis hijos llegaron tarde a la escuela, pero en esta ocasión, no importó. Esa mañana aprendieron la lección más importante del día.

Mi hermana Cuqui y yo con nuestra mamá, Astrid. Mami nos enseñó la importancia de “dar” y “rescatar” a los seres en desventaja.
Siempre he creído firmemente que cada ser humano, en lugar de ser un observador pasivo, tiene la responsabilidad de actuar ante un acto de negligencia, crueldad o abuso.
Estoy convencida de que si más personas compartieran esta filosofía, el nuestro sería un mundo mejor. Y esto no requiere de un gran esfuerzo. A mis hijos siempre les digo que hasta el más pequeño acto de bondad produce un efecto en cadena que puede transformar nuestra vida y la del prójimo.
Como ejemplo, les hago el cuento de cómo mi hermana Astrid encontró la felicidad.
Hace unos años, estaba manejando por el Palmetto, una transitada autopista de Miami, en un día lluvioso. El agua caía tan fuertemente que no podía ver más allá de la camioneta que estaba enfrente. En la parte trasera del vehículo había una jaula con dos perros, uno grande y otro pequeño, recostados uno encima del otro mientras la lluvia les caía encima.
Aceleré hasta que estuve al lado del vehículo, bajé la ventanilla y le hice señas al conductor.
“¿Para dónde lleva a esos perros?”, le grité.
“Los encontré en la calle y los estoy llevando a la perrera”, me gritó el señor tratando de hacerse escuchar entre el ruido de los autos y la lluvia.
“¡Pero allí los van a sacrificar!”
Encogió los hombros. “No me importa. Sólo quiero sacarlos de mi vecindario”, dijo.
Le indiqué que se estacionara en el carril de emergencia. Volví a mirar a los perros. El grande, negro y marrón, tenía pinta de ser un pastor australiano, y el otro, un pequeño terrier color castaño claro, parecía el gemelo de Toto, el perro del Mago de Oz.
Entonces, me fijé en mi auto. Era un auto acabado de comprar, blanco, con los interiores color crema y definitivamente muy pequeño para que cupiera la jaula con los animalitos. Si los rescataba tendrían que viajar sueltos, así mugrosos y mojados como estaban. Lo pensé un segundo pero sus caritas de “¡Llévame contigo!” terminaron por convencerme. Así que me bajé, saqué a los perros de la jaula y los puse en el asiento trasero. Ambos empezaron a saltar de la emoción, como si supieran que estaban a salvo. Predeciblemente lo embarraron todo, pero no importó.
Ya se me había hecho tarde para el trabajo pero definitivamente a la oficina no podía llevarlos. Manejé a la oficina de un veterinario amigo mío que los examinó, les puso sus vacunas y los mandó a bañar. Pero, ¿qué iba a hacer con ellos ahora? En mi casa tenía tres perros y mi esposo me había advertido que no quería ni uno más.
Pensé en mi hermana. Hacía poco que se había mudado a un suburbio de Miami después de su divorcio, que fue muy doloroso. Estaba viviendo sola y había tomado la decisión de cerrarse completamente al amor. Pero al igual que yo, le encantan los animales, así que la llamé.
Lo de ellos fue amor a primera vista. Los perros se convirtieron en sus bebés y le dieron un motivo para abrir su corazón.
Los muy traviesos un día se las ingeniaron para abrir el portón del patio y se escaparon al campo de golf que hay detrás de la casa de Astrid. El administrador del campo de golf encontró a los perros corriendo y en vez de enojarse los acarició y les dio unas galletitas para comer. Cuando mi hermana llegó a buscarlos y vio que el administrador los estaba tratando como reyes, se conmovió con su bondad.

Se hicieron grandes amigos y en poco tiempo se casaron. El administrador del campo de golf, trajo consigo a su gato.

Cuqui con su esposo Jim Hughes el día de su boda que celebraron en mi casa.
Con el tiempo ellos adoptaron a tres niñas que son su vida y viven rodeados de animales rescatados. Son felices.

Mi hermana Cuqui (camisa azul) no solo encontró el amor con su esposo Jim (detrás de ella) sino que formó una familia con sus 3 hijas adoptadas (las 3 con trajes rojos.)
¡A veces, las buenas obras llegan a nosotros empapadas de buen karma!

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