No hay nada que nos libere más que ver a las personas como realmente son, especialmente a aquellas que consideramos diferentes a nosotros, como alguien de diferente raza o nacionalidad, orientación sexual o religión, o alguien con diferentes habilidades físicas o mentales.
El prejuicio es una venda en los ojos que nos impide ver el mundo tal y como es. A veces nos grita con ira y rencor. Otras, nos susurra tiernamente palabras llenas de miedo. Y en todas las ocasiones estas rígidas ideas evitan que abramos los ojos a la realidad. Por eso debemos quitarnos esa venda. Es la única forma de liberarnos para extenderle la mano a otros, descubrir el mundo y, más importante aún, descubrirnos a nosotros mismos. Hoy en día puedo decir con toda honestidad que soy una persona sin prejuicios. Pero en un momento dado los tuve y aquí les cuento como los supere.
Hace muchos años mi capacidad para sobreponerme a mis propios prejuicios fue puesta a prueba cuando estaba haciendo un reportaje sobre la última colonia de leprosos en los Estados Unidos continentales, localizada en Carville, Louisiana.
Tomé la idea de un artículo de revista que me intrigó mucho porque era un tema interesante del cual conocía muy poco. Sentí gran curiosidad de visitar ese lugar a pesar de que le temía a un posible contagio. Hasta entonces, la sola mención de la palabra “lepra” traía a mi mente imágenes de lo que había visto en las películas y leído en la Biblia. A través de los siglos, los leprosos habían sido considerados “intocables”, víctimas de una enfermedad incurable que les devoraba la piel hasta que sus dedos y extremidades se caían en pedazos, convirtiéndolos en monstruos desfigurados. El solo tocarlos, podía condenar a una persona por el resto de la vida.
Al comenzar a investigar, descubrí que la realidad era muy diferente. Para empezar, la lepra es la enfermedad menos contagiosa de todas las enfermedades infecciosas. ¿Quién lo diría? Se transmite únicamente mediante el contacto cercano y prolongado con una persona infectada que no esté bajo tratamiento. Nunca por un contacto casual. Inclusive la lepra ahora tiene un nombre diferente: la Enfermedad de Hansen, que es el nombre del médico que identificó la bacteria que la causa. Gracias a sus descubrimientos, las personas infectadas ahora pueden tener una vida productiva y ser parte de la sociedad.
Viajé al hospital y asilo en Carville, Louisiana, donde todavía vivían varios pacientes. Algunos de ellos llevaban décadas allí, después de haber sido diagnosticados y recluidos en contra de su voluntad por orden de la corte. Otros habían sido abandonados allí cuando eran niños porque sus propias familias tenían miedo de contagiarse. Aunque ahora tenían la libertad de marcharse, no tenían a dónde ir.
Mi camarógrafo y yo condujimos hasta la antigua plantación que estaba rodeada de enormes árboles de magnolia y se me hizo difícil pensar que un lugar tan hermoso escondiera un pasado tan terrible.
A principios del siglo pasado cualquier persona diagnosticada con lepra era inmediatamente arrancada de su familia a la fuerza. Nos llevaron al muelle donde traían a los pacientes con grilletes en una barcaza, usualmente en medio de la noche. Algunos de los grilletes aún estaban allí, como un doloroso recordatorio de la manera en que las víctimas de esta enfermedad eran condenadas a una vida de aislamiento.

Ubicado en la orilla este del río Mississippi en Carville, Luisiana, el National Leprosarium era uno de los dos hospitales de lepra en los Estados Unidos. (Foto cortesía de Louisiana Division of Historic Preservation).
Entré a la mansión donde la mayoría de los pacientes vivían y fui recibida por uno de los residentes, un anciano puertorriqueño que había sido designado como nuestro guía. Cuando lo vi acercarse, por un segundo, vacilé. Aunque racionalmente sabía que no había riesgo de contagio, los viejos mitos y temores sin fundamento vinieron a mi mente. Le di la mano y noté que le faltaban las puntas de varios dedos.
Como si estuviera leyéndome la mente, bromeó diciendo que en confianza podía apretarle la mano con mucho más fuerza pues no se le iba a caer. Me hizo reír con su ocurrencia y de ahí en adelante conectamos.
Me contó su historia. Fue traído a Carville cuando tenía apenas catorce años y nunca más volvió a salir de allí. Su familia nunca vino a visitarlo. Esa experiencia traumática lo marcó más que la misma enfermedad. “Me crié sin un beso ni un abrazo. Por años, nadie me tocó”, confesó.
Me llevó en un recorrido por el cementerio ubicado en la propiedad. Ahí era donde los pacientes con los que se había criado y a quienes había considerado su familia estaban sepultados. “Aquí también terminaré yo”, me dijo resignado.

La mayoría de las piedras conmemorativas en el cementerio de Carville, fueron emitidas por el gobierno. Algunos pacientes compraron sus propias piedras que reflejaban preferencias religiosas y tenían inscripciones personalizadas.
Mi camarógrafo y yo almorzamos con él y el resto de los residentes que estaban ansiosos de contarnos su historia. Todos querían decirle al mundo a través de nuestra cámara cómo les habían robado su vida y cómo a nadie le importaban. “Ya es demasiado tarde para mí”, me dijo una ancianita, añadiendo: “Estoy débil y no tengo un centavo porque nunca tuve oportunidad de trabajar.”

Vista interior de una sala de enfermería en el Centro Nacional de la Enfermedad de Hansen, ahora Museo Nacional de la Enfermedad de Hansen.
Lo que concluí, fue que estaban asustados Temían descubrir que el mundo no hubiese cambiado a pesar del paso de los años y de que ya existía un tratamiento para su condición. Por eso no querían abandonar su puerto seguro aún cuando su enfermedad estaba en remisión.
Pasamos el día entero juntos y cuando llegó la hora de marcharnos, sentí una profunda pena en el corazón. Sabía que disfrutaron mi visita y que nadie más vendría a verlos en un buen tiempo. La soledad se volvería a apoderar del recinto.

El Museo Nacional de la Enfermedad de Hansen honra a los pacientes y al personal médico que los atendió con el fin de informar y educar al público sobre la enfermedad de Hansen.
Por ese motivo, esta vez no esperé por ellos y tomé la iniciativa. Me despedí de cada uno con un beso y un abrazo bien apretado.
Cuando salí por el umbral de la puerta, yo era otra persona. Había dejado a un lado mis ideas preconcebidas y, gracias a eso, había conocido a fondo a estas personas tan maravillosas que me dieron una nueva perspectiva de la vida.
El reportaje que hice fue nominado a un Premio Emmy, pero lo más importante fue que ayudó a liberarme de los grilletes de mis propios prejuicios. ¡Ese fue el verdadero premio!

¡Únete a la conversación! ¿Eres prisionero de algún prejuicio? ¿Te atreves a buscar formas de liberarte?